Música

jueves, 3 de diciembre de 2015

Batalla, parte 2

Maldito el día que aquella bestia infernal decidió llegar al mundo. El colosal dragón sobrevoló la retaguardia de los soldados, escupiendo fuego y muerte sobre las catapultas y los arqueros. No era un ser inconsciente, para el temor del mariscal, pues acababa de exterminar el único medio que tenían de enfrentarse a él. Su negra silueta se iluminó con los rayos de la tormenta, mostrando una demoníaca figura que parecía haber sido forjada en ónice y carbón. Las alas, dos velas negras rasgadas por la edad que rociaban del campo de batalla de oscuridad y terror. Los soldados no tardaron en desmoralizarse, corriendo para salvar la vida. Aún así, algunos todavía tenían el valor o la osadía de intentar arrojar sus lanzas, vana acción que apenas mellaba sus oscuras escamas. El mariscal cabalgó entre las llamas y la muerte en dirección a la retaguardia. Una vez allí, buscó cualquier arco o catapulta que aún le pudiera servir. La búsqueda parecía ser en vano y el hombre apretaba los dientes para desahogar la impotencia de oír a sus hermanos y hermanas gritar de dolor y no poder hacer nada para remediarlo.
Al fin, sus ojos se depositaron en una catapulta que, aún con algunas partes perjudicadas, podía aguantar al menos un disparo más. Se bajó del caballo, el cual no tardó en huir cuando se vio liberado de su trabajo, y cargó con una pesada roca en dirección al armatoste. Con los rugidos y los gritos como música de fondo, el mariscal cargó su preciada munición y esperó.
Esperó...
...
Finalmente, cuando aquel enorme dragón estuvo a tiro, disparó. La roca, de unos diez kilos, voló como un mensajero de la muerte a toda velocidad a su destino. Cuando golpeó el nacimiento del ala derecha de la criatura, el mariscal se anticipó a los sucesos y corrió con el hacha empuñada hacia allí. El dragón cayó con estrépito a la estepa, provocando un estridente temblor en el suelo. Cuando alzó la cabeza llena de cuernos, vio como, entre los cadáveres, el valiente líder humano le encaraba sin parar de correr. Escupió un torrente de fuego que el mariscal esquivó de una voltereta. Cuando las llamas se disiparon, vio como el hacha dorada volaba hacia su rostro escamoso. El arma se clavó con dolor en su ojo izquierdo, provocando un rugido de furia que salió de sus fauces como si el verdadero infierno hubiera salido de las entrañas de la tierra. Cuando posó la cabeza con el objetivo de quitarse el arma, el mariscal saltó a su cuello con una daga plateada desenfundada y, con una sobredosis de ira y heroicidad, clavó entre sus escamas el arma repetidas veces hasta abrirse paso entre las escamas, la piel y los músculos ante una de sus rojas arterias.  Al seccionarla limpiamente, una cascada de sangre cayó sobre él. El mariscal cayó al suelo y el dragón se revolvía intentando escapar ante la muerte que le succionaba su negra alma con cada latido.
Finalmente, el enorme se desplomó y dejó de respirar. El mariscal, tumbado en el suelo, jadeaba, exhausto. Ya no había ruido alguno en el campo de batalla.
Todo había terminado.

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